viernes, 13 de diciembre de 2013

#AdelantoNumero10 - Nota Editorial



Según el artículo 23 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que vio la luz el 10 de 
diciembre de 1948, el trabajo es un derecho universal.

“Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección 
de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias 
de trabajo y a la protección contra el desempleo.
Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna,
 a igual salario por trabajo igual.

Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa 
y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia 
conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso 
necesario, por cualesquiera otros medios de protección social.

Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la 
defensa de sus intereses.”

Sin embargo, si hay un derecho que lo universaliza y al cual las diversas naciones adhieren e incluso incorporan en su carta magna, ¿qué ha fallado en distintos estados para que el pleno empleo continúe siendo una meta inalcanzable?

Las infinitas ecuaciones matemáticas que envuelven la dogmática economía que el neoliberalismo nos legó, indican que diversas variables de la más dura abstracción derivan en los embates que representa para los Estados alcanzar políticas de pleno empleo. No obstante, esto tal vez podría resumirse con una simple operación “2/2=1”, que indica que si distribuyo de forma equitativa, no debería existir un deficiencia de empleo. Esta temática ha desvelado a muchísimos académicos en estos últimos 250 años, pero, que ha cobrado especial vigor en los últimos 40.

La suma de esta exposición pretende mostrar que la lógica de la acumulación que surge del  sistema de producción dominante -el sistema de producción capitalista- tiene la necesidad para sustentarse de las asimetrías entre hombres, entre clases, y entre los distintos órdenes de la división de poderes de un país.

Así, pareciera que todo se reduce a una sola razón circunscripta a “la riqueza” y ese complejo entramado de actores y procesos sociales, económicos, productivos, pero sobre todo, políticos, que la sostienen, si no, caería. 

Bajo estos conceptos, veríamos entonces el principio del fin de la explotación del hombre por el  hombre, la depredación sin sentido de los recursos por las generaciones actuales y venideras, la disolución de las leyes que confeccionaron los grandes capitales; y en consecuencia, caerían las cárceles por la falta de necesidad del robo como medio de acceso social a lo material; los vicios que compensan las leyes y la educación; asistiríamos lentamente a la transición de una cultura de exclusiones vía privaciones, para ingresar en una vía de inclusión y posibilidades de igualdad para todos.

Pero nada de esto se da así. Tiempo atrás, las revoluciones, lucha armada mediante, podían intentar aliviar algunas de estas necesidades. En la actualidad, las revoluciones parecieran darse transformando las vías institucionales de una sociedad, por lo que se puede inferir que las alternativas serán aquellas propuestas que nos aproximen a las transformaciones culturales en aquellos lugares en los que históricamente la cultura de los pueblos se manifiesta: en el arte, en la lengua, en el alimento, pero sobre todo en la forma en la que se alcanza cada una de las piezas que constituyen el rompecabezas cultural, es decir a partir del trabajo.

En este número, exploraremos una particular forma de organizar el trabajo (y la vida) y, en consecuencia, las relaciones sociales: la autogestión, proponiéndonos cuestionar el clásico concepto de trabajo, tan arraigado en la sociedad capitalista, que naturaliza y cristaliza las relaciones de explotación, injusticia y dominación social.

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