Si echamos un rápido vistazo a un anuncio
publicitario, nos daremos cuenta de inmediato que éste busca suscitar impacto
visual y emocional, mostrándonos imágenes ideales e hilarantes, altamente
erotizadas, rubricadas con palabras sencillas, conceptos maniqueos y eslóganes
pegadizos. Busca atraernos, busca conmovernos, busca hacernos reír o hacernos
llorar.
Y aunque puedan parecernos divertidos, lo cierto es
que los anuncios publicitarios no son ninguna broma: cada detalle del
anuncio está estratégicamente planificado, punto por punto, para producir el
efecto deseado. Es un producto industrial sofisticado que se propone, en
pocos segundos, empatizar con los sentimientos de un público cuidadosamente
seleccionado, mediante la construcción de informaciones sencillas, rápidas y
entretenidas.
Ahora bien, dada la prevalencia que tienen los
mensajes publicitarios en nuestras vidas, es válido que nos preguntemos, ¿qué
es este discurso cuyas características principales son la emocionalidad, la
simplicidad y la intención de influir sobre nuestra subjetividad?
La respuesta es clara: es un discurso
infantilizante. Efectivamente, solo a los niños de baja edad se les
habla con un lenguaje limitado, simple, para que entiendan rápidamente. No se
utilizan conceptos profundos o mensajes complejos porque eso aburre a la mente
infantil. El discurso publicitario esquiva la racionalidad, no habla
con madurez intelectual, sino que se dirige a los aspectos irracionales de la
mente humana apelando a sus emociones más profundas, pues supone que la
reactividad emotiva es suficiente para alcanzar sus objetivos.
Joseph Goebbels, ministro de propaganda Nazi, lo explicaba
del siguiente modo: “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al
menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande
sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar.”
Desde este punto de vista, la industria de la publicidad –a la que
consideramos un dispositivo fundamental del aparato de propaganda capitalista–
se puede entender también como una maquinaria informacional concebida para
infantilizar a las audiencias. Esta industria de la infantilización mental
tiene por objetivo producir audiencias fácilmente influenciables, fácilmente
sugestionables, como si se tratara de niños.
En la medida en que alcanzamos formas de
pensamiento más elevadas, a través de un intelecto en permanente evolución, más
crítico y realista, ya no buscamos nuestra propia satisfacción por los caminos
inmediatos y caprichosos que nos propone el discurso publicitario, sino que
logramos armonizar cada vez más nuestras apetencias personales con las
condiciones impuestas por el mundo exterior, contemplando las necesidades del
entorno y ponderando el bienestar general.
Este entendimiento más profundo de la realidad es
una precondición indispensable para obtener un consumidor maduro, crítico y
responsable. Por el contrario, los impulsos que pueden ser aplazados y
tolerados en el universo mental adulto, no corren la misma suerte en el mundo
infantil. El modo de funcionamiento mental infantil es incapaz de tolerar la
frustración y se rige preponderantemente por los caprichos de sus deseos, los
cuales deben ser inmediatamente satisfechos.
Es por esto, justamente, que la publicidad
estimula el pensamiento infantilizado, omnipotente e incapaz de tolerar la
frustración. ¡Vení, divertite! ¡El mundo es tuyo! ¡Llamá ya! ¡¿Qué
esperás?! Precisamente, estas son las condiciones mentales requeridas por el
mercado para regimentar los comportamientos de las masas y orientarlos en
dirección al consumo.
La publicidad apunta sistemáticamente a estimular la inmadurez de
las audiencias, o dicho de otro modo, a perpetuar la infancia en los niños e
infantilizar la vida de los adultos. Esta racionalidad publicitaria contribuye a generar
una sociedad consumista, irresponsable, caprichosa, deseante y con escasa
capacidad de reflexión.
En otras palabras, una sociedad sufriente e inmadura,
una sociedad ideal para el gobierno invisible de las multinacionales de la
ilusión.
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