Por Santiago Nogueira | twitter: @santingr
Ya todo el mundo sabe y tiene acaso una comprensión avanzada respecto a
cómo se han ido transformando las maneras en que damos respuestas a nuestras
necesidades básicas. Progresivamente nuestra vivencia puede ser emparentada con
la realización de una intervención artística. Como todo fenómeno social,
algunos lo disfrutan, otros lo sufren, algunos lo desean, otros lo desprecian.
En ese arco de actividades, mi karma es cortar el pelo. Cuando niño,
era fácil: acataba las órdenes de mamá y papá. El ingreso a la adolescencia fue
una disputa y, en consecuencia, solo el cambio de responsable de tijeras era lo
que permanecía (y deseaba) en el tiempo de modo incondicional. Luego de un
lapso, incluso llegué a tomar las riendas de la situación y ser mi propio
Fígaro. Al día de la fecha, esta permanente búsqueda y alternancia de espacios
debe ser de lo poco que me queda de adolescencia esencial.
Las peluquerías ya no son lo que eran. Ahora son estudios de cabello,
diseño capilar, espacios estilísticos y otras variaciones meramente de
nominación. Ya no hay fotos de tu equipo campeón fijas en las paredes, todo
pretende ser un espacio futurista donde no hay lugar para el presente: estar a
la moda es estar de paso. Todo esto nos incomoda, a nosotros, los
funcionalistas. Los que queremos cortarnos el pelo y nada más. Los que
entendemos que el pelo, como mucho, puede ser el campo de expresión de una
emoción violenta: alegría, tristeza, odio... una promesa quizás.
Mientras algunos permanecen en las tareas de seguir consolidando y
expandiendo nuevos (absurdos) terrenos para desplegar los yoes del mundo que
se despreocupan por las inconsistencias antropológicas del proceso, otros buscamos
una peluquería propiamente dicha. En otras palabras, buscamos un sentido que
trascienda a las velas que se apagan en nuestras tortas de cumpleaños.
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