miércoles, 19 de febrero de 2014

Lo lavo con shampoo porque no me gusta tener cabello de escobeta.



Por Santiago Nogueira | twitter: @santingr

Ya todo el mundo sabe y tiene acaso una comprensión avanzada respecto a cómo se han ido transformando las maneras en que damos respuestas a nuestras necesidades básicas. Progresivamente nuestra vivencia puede ser emparentada con la realización de una intervención artística. Como todo fenómeno social, algunos lo disfrutan, otros lo sufren, algunos lo desean, otros lo desprecian.

En ese arco de actividades, mi karma es cortar el pelo. Cuando niño, era fácil: acataba las órdenes de mamá y papá. El ingreso a la adolescencia fue una disputa y, en consecuencia, solo el cambio de responsable de tijeras era lo que permanecía (y deseaba) en el tiempo de modo incondicional. Luego de un lapso, incluso llegué a tomar las riendas de la situación y ser mi propio Fígaro. Al día de la fecha, esta permanente búsqueda y alternancia de espacios debe ser de lo poco que me queda de adolescencia esencial.

Las peluquerías ya no son lo que eran. Ahora son estudios de cabello, diseño capilar, espacios estilísticos y otras variaciones meramente de nominación. Ya no hay fotos de tu equipo campeón fijas en las paredes, todo pretende ser un espacio futurista donde no hay lugar para el presente: estar a la moda es estar de paso. Todo esto nos incomoda, a nosotros, los funcionalistas. Los que que­remos cortarnos el pelo y nada más. Los que entendemos que el pelo, como mucho, puede ser el campo de expresión de una emoción violenta: alegría, tristeza, odio... una promesa quizás.

Mientras algunos permanecen en las tareas de seguir consolidando y expan­diendo nuevos (absurdos) terrenos para desplegar los yoes del mundo que se despreocupan por las inconsistencias antropológicas del proceso, otros busca­mos una peluquería propiamente dicha. En otras palabras, buscamos un sentido que trascienda a las velas que se apagan en nuestras tortas de cumpleaños.

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