miércoles, 8 de mayo de 2013

Editorial



Por Jose Muñiz

Abordar un número que exponga la gestión de residuos sin definir su origen, desarrollo y
destino final -es decir, su circuito- no tendría sentido alguno o bien sería más de lo mismo,
de lo ya sabido. Es por esto que hemos decidido exponer una problemática que, como
buena parte de muchas otras, no existiría de mediar una planificación responsable del
manejo de recursos y su impacto social, económico y ambiental. 

El recorrido que va de la materia prima a la fábrica, de la fábrica a un envoltorio, del
envoltorio a, por lo menos, un canal de comercialización, y de allí a los hogares, finaliza
en el residuo, permitiendo identificar dos grandes momentos de impacto: un primer
momento -antes y durante el consumo- que incluye la producción y la adquisición de un
bien determinado; y un segundo momento -después de ese consumo-, donde lo residual
se manifiesta como problema palpable para el conjunto de la sociedad.

La gestión de residuos, como se ha dicho, tiene un impacto que se extiende a lo social, lo
económico y lo ambiental que, en definitiva, redunda en un impacto cultural. Aquí surgen
una serie de situaciones que se pueden describir, delimitar geográficamente y cuantificar
económicamente. Un escenario, por ejemplo, son los vertederos de desechos a la
cuenca Riachuelo-Matanza y el impacto a nivel económico -solo por mencionar uno-
debido a los altos costos que tiene para los gobiernos de Ciudad, Provincia y Nación en
materia sanitaria, entre otras.

Concluyendo rápidamente: hubo y hay una clara falta de planificación, sumada a las
falencias legislativas y un empresariado que evade su compromiso social. En el plano
económico se podrán invertir millones en revertir la situación resultante de estas políticas
nefastas, no obstante el peor de los problemas son los millones que se perderán por la
segunda línea de impactos resultantes de un mal desempeño prolongado en el tiempo. De
este modo, se evidencia que la negligencia y la impericia obran a favor de la preservación
del capital de unos pocos accionistas por sobre el sentido de preservación de la vida en
sus variadas formas.

La implicancia del usuario en la falta de responsabilidad ambiental se funda en las bases
mismas de la sociedad de consumo, donde la compulsividad se estimula como piedra
angular y el empaque de los bienes y servicios se convierte en un actor estelar. Bolsas,
sobres, cajas, latas, con las más diversas y excéntricas presentaciones, son objeto de
deseo, son la carnada perfecta del fetichista promedio, para luego terminar junto a otros
miles de residuos o alimentando el morbo de algún periodista que relatará, en una crónica
más amarilla que el sol, que en las ferias de lugares marginales (de la economía) del
conurbano bonaerense estos soportes de la más nefasta de las ideologías vuelven para
ser consumidos y simular por un rato un estatus ficticio que sostiene el triunfo del
consumismo, en medios donde el consumo no llega de su forma más pura (tarjeta de
crédito y mil quinientas cuotas mediante).

Millones se invierten en esta industria de la fantasía, del valor ficticio, impuesto. Pero no
todo está perdido, amigo, amiga, porque detrás de cada residuo nace materia prima
nueva para algún otro usuario en esta loca cadena de usos y reúsos. Entonces, una
nueva industria crece a la sombra del consumo, para volver a ser consumo y volver a ser
residuo, para volver a ser materia prima que volverá a ser objeto de manipulación,
comercialización y consumo.
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