viernes, 7 de diciembre de 2012

El horizonte es mío

Por Santiago Nogueira

En las tierras del mítico granero del mundo se legitima un modelo injusto, represivo y nocivo para la producción de alimentos. Ante la pretensión de una forma hegemónica para la vida alimentaria impuesta por el neoliberalismo, hay sectores sociales que resisten y luchan por difundir otra cultura productiva, comercial y de consumo. Compartimos esta nota y testimonios que dan cuenta de la trama crítica que se va conformando sobre el presente de esta cuestión social urgente.

La mesa no está servida
Desmonte en Santiago del Estero. fuente ahorainfo








Aproximadamente 2.000 millones de personas alrededor del mundo sufren algún grado de desnutrición y, solo en América Latina, más de 200.000 niños mueren por año a consecuencia de esto. Además, aproximadamente 826 millones de personas no alcanzan a satisfacer sus necesidades alimenticias básicas. Durante la última década, las naciones en vías de desarrollo han disminuido las partidas presupuestarias destinadas a programas que impulsen el desarrollo rural y agrícola y la seguridad alimentaria. Los últimos años exhiben una acentuación de las políticas diseñadas a forzar la expulsión y desarraigo de las comunidades campesinas e indígenas abocadas al cultivo de la tierra. El debate institucional en torno de una reforma agraria integral y comprometida con los pueblos, dista de estar lo necesariamente extendida más allá de algunas pocas y relativamente aisladas excepciones. Los propietarios de la tierra van configurándose como una élite financiera cada vez más concentrada, al tiempo que las culturas e identidades originarias van siendo erosionadas e ignoradas; de este modo, la agricultura se vuelve industrial, derrochando y vaciando recursos energéticos, siendo la principal generadora de contaminación ambiental y de destrucción de los ecosistemas locales. El neoliberalismo aplicado a la agricultura ha impulsado la des-ruralización y éxodo de un gran número de campesinos en todo el mundo, cuyas consecuencias aún persisten y los resultados alcanzan un dramatismo descarnado. Las agriculturas campesinas e indígenas son exterminadas como si se tratara de una guerra que se cobra la vida de hombres y mujeres militantes de una causa política: la defensa de su identidad y cultura.

La Vía Campesina o la piedra angular de la crítica









Producción y consumo son hechos sociales ordenadores de los hábitos culturales de los individuos. Su regulación, control, ejecución y otras tantas dimensiones, son atravesados por infinidad de variables que responden a las dinámicas propias de la vida social y de la historia. Se vinculan con otros tantos hábitos de nuestra existencia, pero entre ambos fenómenos se identifica una necesidad específica y una conexión que aseguren cierta forma particular de desarrollo en detrimento de algunas otras. Actualmente, esa forma imperante responde explícitamente a los principios políticos y económicos del neoliberalismo. Fue en el momento de auge y expansión de aquellos que se gestó la organización La Vía Campesina, compuesta por representantes del campesinado de todo el mundo: pequeños y medianos productores, pueblos sin tierra, indígenas, migrantes y trabajadores agrícolas. Su propósito no solo era resistir los embates comerciales de las múltiples formaciones capitalistas, sino conformar una ideología distintiva para su organización que les diera representatividad e influencia política. En la Cumbre Mundial de Alimentación de 1996, La Vía Campesina presentó la idea de “Soberanía Alimentaria”, que consiste en el derecho de las comunidades sociales a disponer de alimentos saludables, provenientes de modos de producción sostenibles, pero también la conformación de modos de trabajo que ellos estimen adecuados a sus principios y requerimientos culturales, enlazados al impulso del desarrollo comunitario y al cuidado del medioambiente a partir del posicionamiento de objetivos, necesidades y estilos de vida de los productores por encima de los dictámenes empresariales y del mercado. Puede ser comprendida como la reivindicación de ciertos sectores sociales que buscan recomponer su praxis, es decir, su capacidad de intervenir sobre la realidad, frente a las restricciones e imposiciones del mercado alimentario internacional, y transformarla a partir de sus valores, creencias y voluntades. Este último agrupamiento de intenciones se construye en torno a la concepción de la producción económica como un derecho cultural de los pueblos, pasible de ser regulada políticamente en vistas al establecimiento de objetivos comerciales sustentables que permitan la autodeterminación de la vida económica comunitaria.

Un objetivo, un destino
El modelo propuesto por los representantes de la Soberanía Alimentaria sostiene que el comercio no debe incluir los alimentos y la agricultura en los acuerdos comerciales entre los Estados: a diferencia del modelo dominante, el alimento es considerado un derecho humano y no una mercancía. Los alimentos deben ser saludables, con nutrientes, culturalmente apropiados y producidos localmente. Esto último es también interpretado como un derecho inalienable de los pueblos, quienes deben encargarse del control sobre los recursos productivos en conjunto con la comunidad consumidora. Por el contrario, la ideología imperante sostiene que la producción es una opción adquirida por méritos vinculados a la eficiencia, cuyo ejercicio está privatizado y regulado por el mercado financiero.
Un tema sensible y vital para el fortalecimiento del modelo de Soberanía Alimentaria refiere a las semillas y a la inclusión de nuevas tecnologías agropecuarias. Los campesinos conciben las semillas como una herencia común de los pueblos, que debe ser puesta al servicio y desarrollo natural de la humanidad, protegidas por los agricultores: protectores de la biodiversidad de los cultivos, administradores de los recursos naturales productivos. En ellos se deposita el conocimiento de la naturaleza. Sin embargo, el estado actual de las cosas propaga otros principios. Las semillas son concebidas como una mercancía patentable, y esta noción empieza a ser sustentada en un marco legal que la avala. Por esto, se genera una escasez de material biológico disponible para la agricultura, al tiempo que los materiales genéticos indispensables para la actividad agropecuaria de las comunidades campesinas e indígenas pasan a manos privadas. Actualmente, el 95% de las patentes alimentarias se concentran en las manos de siete países. La agricultura de tipo transgénica consolida poco a poco su marco hegemónico, cuyo impacto en la salud de todas las formas vivientes del planeta tierra es aún desconocido, pero cuyas manifestaciones actuales alcanzan para prever un futuro alarmante. Las corporaciones transnacionales potencian la comercialización de estos OGM (Organismos Genéticamente Modificados) y otros plaguicidas y fármacos transformándolos en las fuerzas reguladoras de la oferta de alimentos y del destino de la salud del mundo. Todo esto está legitimado por un marco de comercio internacional desregulado, sin participación democrática, cuyo único interés consiste en fomentar un intercambio desigual que destruye cualquier intento de desarrollo productivo de las potencialidades agrarias de las comunidades locales insertas en los países condenados al sometimiento económico y cultural.

El modelo de la Soberanía Alimentaria rechaza la utilización de los OGM teniendo en cuenta el daño comprobado que genera a la salud de las personas y el medioambiente. En su apuesta por métodos agro-ecológicos y sustentables, se fortalece a partir de los siguientes principios:
  1. Alimento para el pueblo: des-mercantilizar la cuestión alimentaria. Alimentarse es un derecho humano esencial, que debe satisfacerse de modo suficiente, saludable y culturalmente apropiado.
  2. Integración de las prácticas: valoración positiva de los aportes provenientes de prácticas y principios de producción comunitaria
  3. Articulación entre productores y consumidores: fomentar encuentros entre ambas partes en vistas de acordar objetivos y decisiones referidas a la alimentación.
  4. Empoderamiento de los productores locales: control de los recursos naturales a cargo de los proveedores locales.
  5. Centralización de la reflexividad productiva de los productores: desarrollar el conocimiento adquirido por los productores, asegurar la circulación de saberes a las nuevas generaciones  y respaldar el desarrollo de los sistemas productivos locales.
  6. Articulación entre naturaleza y agro-ecología: integración de métodos agro-ecológicos con el objetivo de maximizar las contribuciones de los ecosistemas con el propósito de adecuarlos a los cambios climáticos.

El derecho a la alimentación de los pueblos es irrealizable sin una transformación radical de los principios políticos que rigen en el mundo agrario. Democratizar ese espacio es la piedra angular para poder edificar y sostener un modelo realmente soberano en materia de producción y consumo de alimentos. El Movimiento Nacional Campesino e Indígena sostiene que “la tierra debe cumplir una función social; la prioridad debe ser garantizar el acceso a la tierra a quienes la trabajan en forma sustentable. En este sentido, debe permitirnos vivir, producir y alimentar. La tierra ha de ser de quien la trabaja, es por eso que planteamos que el acceso a la tierra es un derecho fundamental… solo democratizando el acceso a la tierra podremos hablar del comienzo de un camino hacia una reforma agraria integral”. 

En el contexto imperante, la reforma agraria se posiciona como una obligación de los Estados, cuya coyuntura productiva lo demanda, enmarcándose un proceso de respeto y cumplimiento de los derechos humanos que ayude a frenar los procesos de pauperización de campesinos, indígenas y la gran diversidad de pequeños productores agropecuarios locales. La Soberanía Alimentaria propone los principios. La voluntad, depende de los hombres.  

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