por Santiago Nogueira
Otra vez el despertador sonando a las 7am. Sin fiebre de un sábado azul ni nada por el estilo, la rutina se activa nuevamente y salgo a la calle. Me recibe ese frío que hiela los huesos y no detengo mi marcha. Me levanto temprano para poder atender asuntos de la vida que necesariamente se ven amenazados por tediosas cuestiones laborales. Necesito un café que me despierte y me mantenga despierto
durante la larga jornada. Tengo un lugar que me ofrece ese café, pero a cambio me obliga a una transacción gomosa y demasiado sentimental.
“¡Hola! ¡Buen día! ¿Qué vas a querer?” Nadie, pero nadie puede tener esa energía y esa pretensión de cara de buen humor a esa hora de la mañana. Nadie. Una vez que hago mi pedido, me piden el nombre. ¿Para qué? Pensaría que la cajera se enamoró de mí a primera vista, pero cuando veo que se lo pide a todos los clientes (sin importar la infinidad de desaciertos estéticos que poseen, tanto en peinados, ropas, tonos de voz, etcétera), con la misma sonrisa y buena onda, esa hipótesis colapsa instantáneamente. Y sin presentarme autorización de confianza alguna, reduce mi nombre, le sacá las 3 últimas letras y lo hace diminutivo. No me molesta eso, me molesta el atrevimiento. Bueno, una vez
terminada la versión moderna y cafetera del suplicio de Damiens, tengo mi vaso nominado y el café que me va a despertar.
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